martes, 6 de abril de 2010

Grito. (Entender trasfondo)


Situado en medianía de nada, añejo, emancipado, harto… solitario, él, imagina y siente el suelo árido y seco, pues no posee ojos, no capta el nulo aroma de la atmósfera pues carece de olfato y solo supone con su tacto un pasado plano, olvidado, en la cual una profunda sequía se manifiesta encapsulada en el blanco territorio carente de teñidos y vida, los pies escondidos, enterrados accidentalmente por protección al extremo frío que acongoja, ese el cual quema.

Noche y día es igual. Al escenario que se supondría como un cielo revela un vacío contrastante al pálido suelo, ennegrecido sin un solo astro en el firmamento, muestra un negro tan inimaginable e intimidante que solo sirve como revelador de un horizonte, esa lejana y misteriosa línea que divide el negro del blanco.

Varado, hace un apagado llamado, un grito con intenso sabor desesperación, horror y a soledad ha surgido de su silenciosa e impasible alma, se propaga y trasciende en la intangible penumbra, estalla en un sinfín de colores y colapsa al no existir oyente, el grito nulificado por el silencio, desvanece, quebranta y cae, fracasa, sus restos ahora son visibles hasta el curvo horizonte, y así el grito que vagaba libremente por el pálido suelo es arrastrado hasta su emisor por medio del constante fluir ventoso que solo sirve para regresar los restos de su grito. Los reúne y se alimenta de cada resto colorido de su palpable y ensordecedor grito, el dolor al ingerir suele ser tan intenso como alimentarse de vidrios quebrantados, su sabor amargo como ácido cual vómito le sirve de tortuoso alimento, así se sustenta, vive y muere simultáneamente, con sus pies y cuerpo casi en huesos, pálido de piel carcomida, aún aferrado al suelo prolonga el instante, extiende su presente hasta un presente determinante, muere a un ritmo acelerado, vive añorando que alguien escuche su grito, su llamado, anhela compartir su silencio, alguien con quien devorar el grito que como una tradición puntual y precisa regresa a su emisor.

Resignado se da la autoconfianza de su futuro, sin embargo desconoce que aquí el tiempo es breve y no alcanza a un futuro, casi como un presente constante que renace una vez fallecido. Así en la perpetua noche, el constante fluir solo atrae su colorido y melancólico grito, lo devora con tanta calma que asemeja indiferencia a su escaso y moribundo presente, de pronto se detiene recuerda que ha pasado ya una eternidad, ha sido así desde un comienzo, se auto propone que así será, un lineamiento sin final, sin variantes, encarcelado en la llanura de soledad con sus pies enterrados, condenado a tragar su grito, a lanzarlo y alimentarse de él una tras otra tras otra ocasión, un ciclo al cual pertenece, ciclo sin origen ni nacimiento, un ciclo en el cual no hay final una realidad que lo trasciende. Sin embargo, al tiempo que cae en cuenta de su desalentadora situación, olvida -no por defensa- su presente, olvida por que ha fallecido, olvida porque es lógico que un pasado no vive en un presente, se le eriza la escasa piel, el ser blanco traslucido ser que expone sus huesos, flaco consecuencia del poco nutriente que supone su grito, siente un peso mayor a un todo, siente el peso del vacío. Pero exactamente a la par que el vacío lo indaga, lo deja de lado y sigue alimentándose de su asqueroso grito, al finalizar derrocha su paciencia, erguido con los pies enterrados espera, y espera, una vez consumada su paciencia, él, varado, hace un apagado llamado, un grito con intenso sabor desesperación, horror y a soledad ha surgido de su silenciosa e impasible alma, se propaga y trasciende en la intangible penumbra, estalla en un sinfín de colores y colapsa al no existir oyente, el come y se satisface de su grito, único nutriente en su vasta soledad.

Todo es, Nada fluye.