sábado, 25 de julio de 2015

[Historia Sin Fotografía]



Mucho se habla de la belleza que porta una buena fotografía, esa condición es innegable ya que reúne elementos estéticos primordiales, más allá de los fríos números y características que pueda ofrecer una cámara fotográfica de alta tecnología. Quién esté inmerso en la fotografía entenderá también, que trabajar con luz y tiempo en un centello, congelará un instante que podrá recordarse y vislumbrar cuantas veces uno lo desee.
La fotografía al igual que otras artes visuales ha servido como testigo de la humanidad en sus diferentes épocas de coloridas manifestaciones; es narrativa, verdad, silencio y comunión entre el espectador y el espejismo que descansa en un fotograma frente a él. De esa comunión pare una opinión, un gusto por el diálogo con la imagen que se describe ante su mirada de carácter volátil.

Sin embargo, una fotografía es destello en un puerto de obscuridad, habla del instante que apreciamos en un limitado fotograma de aspecto y relación múltiple. Un reducido espacio que desencadena a la imaginación, anhelo o incertidumbre. ¿Pero que hay más allá de lo conocido? Lo no tangible ni seleccionado por el ojo del fotógrafo.

Hay historias… Narrativas que pululan únicamente en el sello de la mente de un simple humano tras la herramienta para detener el tiempo como es su equipo fotográfico. Las calladas historias papalotean taciturnas y cíclicas entre los rincones obscuros del pensamiento. Algunos son capaces de crear remordimiento entre los conflictos emocionales consecuencia del patético “hubiera”.
La culpa de cargar ese inhábil concepto a cuestas es un conflicto para cualquier ser humano, por ello es que en este punto de mi narrativa entro de lleno al asunto por el cual decido ocupar renglones que casi me pesan escribir. Así que me desprendo de filosofías propias y adoptadas con respecto al mundo de la fotografía para ser más simple en una historia que en estos días tiene un peldaño alto en acciones que si pudiere cambiar, simplemente lo haría.

Cierto día cumplía con mi servicio de prácticas profesionales en la nueva planta de Nissan Aguascalientes; llegué a ese lugar con una serie de incertidumbres, más forzado que impulsado por la voluntad propia. Exámenes tediosos, entrevistas cíclicas, huecos de posibilidad y finalmente estaba ahí. Los meses transcurrieron lentos y marrones, parte de mi actividad radicaba a la contribución del archivo histórico para usos futuros, fue quizá esa actividad la que condimentó un poco mi estancia en tan infernal planta. Así que una vez completada la colosal labor de conseguir las interminables firmas de niveles superiores, se autorizó el ingreso de mi cámara para realizar el archivo histórico, sin embargo tenía una premisa básica la cual era ceder esas imágenes a la misma compañía, yo no ganaría un solo peso por foto tomada y además, debería costear el costo por cada “disparo” que salía de Canon 7D, pero me alimentaba el hecho de contribuir con un poco a la algarabía de Nissan por cimentar sus años de apertura en Aguascalientes. Por tanto, cada accionar del obturador debería entonces tener un propósito ejecutable para Nissan, eso, paralelamente mermaba cualquier intento por fotografiar alguna escena de mi agrado en las entrañas del territorio destinado a la marca nipona.

Así transcurrían y se escurrían los días, entre horarios temibles ocasionados por los últimos instantes del semestre universitario. Como lo he mencionado en anteriores textos; habitaba un espacio prolongado y gris, silencioso pero aturdidor. Bajo esta penumbra recorría los bastos océanos de concreto destinados a ser estacionamientos de máquinas sin sentido, poco estéticas para los mercados de todos los confines de la tierra.

De pronto, entre todos esos días grises destacó uno en particular, cierto jueves de alguna fecha mística, un señor de aspecto moreno con porte reducido, de actitud fresca pero alma cansada y mostacho canoso, cubierto por un sucio uniforme que en mi memoria, ya sea por defecto o pereza mental lo recuerdo en tonos marrones, con sombrero circular hecho en paja; posiblemente una ganga de algún puesto en el Mercado Terán se acercó, con la curiosidad de un infante para realizar las muchas preguntas con respecto a la fotografía, una cámara réflex y finalmente conocer mi actividad con esos aparatos traídos desde otro universo a este señor noble de arrugas en la cara, que le hacían ver por lo menos, unos diez años de más anciano.

Como fotógrafo es básicamente imperdonable dejar partir un momento único, ya que nuestra función primaria como humanos es capturar estos pequeños instantes para proyectar una historia mayor entre un público selecto. Dicho esto, el jardinero de cinco décadas quería una anécdota propia, ser el protagonista de su estirpe, ya que según me comentó ansiaba contarle y comprobarle a su madre (que posiblemente vivía en algún pueblo lejano a la grande  Aguascalientes). Deseaba con todo su ímpetu y años de experiencia una fotografía para enorgullecer a su madre. La inquietud, así como el orgullo con el cual brillaban sus cansados ojos en la espera de una respuesta favorable, rejuvenecieron al taciturno trabajador, era momento de cobrar factura y dar a conocer entonces, su gran legado.
Más allá de lo absurdo o tierno de su objetivo, a mí me costaría en términos técnicos una pequeña danza con mis dedos para calibrar mi cámara con una velocidad de obturación de 1/1000 un f de +-8 y un ISO de 100; mi equipo se devaluaría aproximadamente seis pesos y en mi ordenador personal ocuparía un máximo de veinticinco megas durante una semana. Después, sería una imagen absurda y compartiría el destino de tantas predecesoras, culminarían por dejar de existir por siempre. Era básicamente apuntar y disparar. Sin embargo, el espíritu de fotógrafo fue disminuido como toda pieza humana en ese lugar… A cero. El estúpido afán de seguir las reglas con una minuciosidad casi científica, hizo no capturar un gran logro de una persona ordinaria. Le expliqué los principios básicos del porque no accedería a tomarle su retrato vestido de gloria. Atrapado en un rincón inesperado, el brillo fugaz de sus ojos encalló como plomo en el horizonte de ese tétrico lugar para no volver y esa expresión, al ser recordada, guarda aún un frío aturdidor.

El jardinero entonces, sólo podría guardar su experiencia en el mundo de la fantasía intangible. Aquel territorio tocado únicamente por las mentes inocentes capaces de creer y devorar su gran triunfo, pero acá, en el mundo asqueroso que apesta a realidad, seguirá siendo un pobre infeliz sin una fotografía que nos permita ser testigos (por siempre) de su mediana grandeza, una madre en algún lugar quedará sin creer y experimentar en carne propia el orgullo de su hijo trabajador.

No supe más del jardinero, si trabaja aún en la planta o no, de ser así, seguramente aquel encuentro ha sido despojado de su mente, sustituido por una dosis de rutina, diario acontecer. En retrospectiva, el costo de no presionar el disparador en esa ocasión ha generado un cargo de consciencia negativo y pesado en mi mente, un profundo e innegable aprendizaje, valioso, obscuro. Pero en el balance final, el jardinero y su madre sin saberlo, perdieron una la oportunidad de compartir a través de una fotografía, un simple momento de gozo e unión, instante negado por un fotógrafo cobarde e inexperto.