jueves, 18 de junio de 2015

El Ocaso de un Pilar



Recuerdo sus últimos días de vida maldiciendo, cojo y al fondo de un camastro. Un ser ahora quebrantado por el tiempo. Mis tíos hablan de él como un gran hombre, un tirano burdo, como un oso de ciento veinte kilogramos con el humor de una tarde infernal.

Sin embargo, lo remembran desde la esquina del respeto, como un gran hombre desconocido. Para unos tan lejano como el anhelo de una utopía efímera. A mi parecer era un anciano cariñoso, un ermitaño aislado en su pasado, negado al hábito del presente. Un jugador de béisbol, una silueta en medio de un callejón adoquinado con recuerdos de otras épocas que escuchaba canciones de algún compositor cubano, mismas de hecho colmaban por hacerlo más hermético al sentir en carne propia al pasado.

El día de su muerte, representó el primer fallecimiento cercano que sentí con todo el peso de la soledad,  un impacto atroz tan repentino y pávido, que enmudeció mi consciente durante algunas horas. Esa tarde, un sol taciturno colgaba de un cielo espantoso, el día sabía a cartón, el aire  a ceniza y la realidad humo. Quizá en el fondo fue más dolorosa su vida que su muerte, esa, durante algunos instantes representaba un ligero calmante para la familia que en el instante lloró su partida.

Don Manuel nos había dejado, pero su recuerdo en esencia aun nos habitaba, ocupábamos un vacío, éramos un éter de su espíritu y consecuencia de su voluntad, él representaba calmo el espacio entre paréntesis. Lejos de ser espectacular, su sepultura no ha sido con canciones, una sobriedad de antaño cubrió el ambiente en torno a su cuerpo que lentamente se acercaba a la integración con la tierra. Poco artificio recuerdo, de hecho un sepelio y sepulcro de lo más ordinario resultó ver a ese pilar de la familia Olmos caer entre lágrimas y obscuridad.

No fue hasta una noche que Don Manuel o más bien dicho su recuerdo me quebró en lágrimas, fue  durante una caminata nocturna en  alguna travesía desolada de la ciudad, llovía muy poco.

Nunca más le lloré; pero sí despertó una conexión más profunda en los tiempos venideros, fue sentir la vida de un beso en la mejilla cuando era un infante, sentir su sopor y aliento de viejo rodeándome con jugarretas y apodos, sus cariños de abuelo hechas por manos maltrechas , pesadas. Eran unas manos labradas con dolor, manchadas manchas creadas por una vida ligada al hierro y calor del ferrocarril.

Ay Don Manuel tu muerte me situó en la brevedad del tiempo, el instante que habitamos pero en un trasfondo más profundo fue como hurtar la cobija de un niño desprotegido, en el pivote de una noche helada.


¡Cuánto vacío, cuánta soledad!