Recuerdo sus últimos días de vida maldiciendo, cojo y al
fondo de un camastro. Un ser ahora quebrantado por el tiempo. Mis tíos hablan
de él como un gran hombre, un tirano burdo, como un oso de ciento veinte
kilogramos con el humor de una tarde infernal.
Sin embargo, lo remembran desde la esquina del respeto, como
un gran hombre desconocido. Para unos tan lejano como el anhelo de una utopía
efímera. A mi parecer era un anciano cariñoso, un ermitaño aislado en su pasado,
negado al hábito del presente. Un jugador de béisbol, una silueta en medio de
un callejón adoquinado con recuerdos de otras épocas que escuchaba canciones de
algún compositor cubano, mismas de hecho colmaban por hacerlo más hermético al
sentir en carne propia al pasado.
El día de su muerte, representó el primer fallecimiento
cercano que sentí con todo el peso de la soledad, un impacto atroz tan repentino y pávido, que enmudeció
mi consciente durante algunas horas. Esa tarde, un sol taciturno colgaba de un
cielo espantoso, el día sabía a cartón, el aire
a ceniza y la realidad humo. Quizá en el fondo fue más dolorosa su vida
que su muerte, esa, durante algunos instantes representaba un ligero calmante
para la familia que en el instante lloró su partida.
Don Manuel nos había dejado, pero su recuerdo en esencia aun
nos habitaba, ocupábamos un vacío, éramos un éter de su espíritu y consecuencia
de su voluntad, él representaba calmo el espacio entre paréntesis. Lejos de ser
espectacular, su sepultura no ha sido con canciones, una sobriedad de antaño
cubrió el ambiente en torno a su cuerpo que lentamente se acercaba a la
integración con la tierra. Poco artificio recuerdo, de hecho un sepelio y
sepulcro de lo más ordinario resultó ver a ese pilar de la familia Olmos caer
entre lágrimas y obscuridad.
No fue hasta una noche que Don Manuel o más bien dicho su recuerdo me quebró en
lágrimas, fue durante una caminata
nocturna en alguna travesía desolada de
la ciudad, llovía muy poco.
Nunca más le lloré; pero sí despertó una conexión más
profunda en los tiempos venideros, fue sentir la vida de un beso en la mejilla
cuando era un infante, sentir su sopor y aliento de viejo rodeándome con
jugarretas y apodos, sus cariños de abuelo hechas por manos maltrechas , pesadas.
Eran unas manos labradas con dolor, manchadas manchas creadas por una vida
ligada al hierro y calor del ferrocarril.
Ay Don Manuel tu muerte me situó en la brevedad del tiempo, el instante que habitamos pero en un trasfondo más profundo fue como hurtar la cobija de un niño desprotegido, en el pivote de una noche helada.
Ay Don Manuel tu muerte me situó en la brevedad del tiempo, el instante que habitamos pero en un trasfondo más profundo fue como hurtar la cobija de un niño desprotegido, en el pivote de una noche helada.
¡Cuánto vacío, cuánta soledad!