… el efímero momento; fue sólo ello.
Sentado y pensativo observa al velo nocturno devorar lo que
hace unos minutos era una tarde gris. Recorre la mirada por la pávida calle sólo para concluir que su
mirada es el único rastro de vida que cruza los adoquines en este anochecer
lluvioso, cierra por un instante indeterminado sus ojos taciturnos y los
párpados craquelados establecen una ilusa barrera con el mundo natural, así la
mente camina el borroso sendero del pensamiento.
El escenario era una costa con rocas ovaladas en millares,
brisa pálida, mar al infinito y frío sutil… ¡Oh inmutable imagen!
[La lluvia cesa]
El marco de la ventana ha sido su asiento por algunas horas.
Abre los ojos y contempla un mundo reflexivo de luz ámbar golpeando los charcos callados; espejo y rastro de un pasado torrencial y
vertiginoso, eco solitario. Recordó entonces la juventud e importancia de un reflejo, pensó en ella como reflejo de sí.
Remembró charlas interminables entre soles, el cálido abrazo y la falsa
seguridad que la muerte se encargase de extinguir. A menudo recordaba los
placenteros momentos a su lado, sólo quedaban escusas dignas que el tiempo
filtra para mantenerlos en su estado más delicado y pueril.
Se los vio desnudos en el lago, entregados a la eterna niñez
jugando bajo un mundo grisáceo. Recordó… y recordó. Aquella etapa fue una
ligadura imperecedera que durante sesenta y cuatro años se reprochó a diario por
la decisión tomada en un punto de inflexión.
Su decisión: Habitar el paréntesis melancólico llamado .
[La lluvia regresa]
Por su mejilla escurre una lágrima cristalina y agónica, al caer
su eco retuerce cada instante placentero y se tiñe en rojos naranjas y negros;
dramatismo total. Enfurecido coge el único objeto animado de la habitación
construida en madera de pino malgastada, corroída hasta las entrañas. Se trata
de una vela enaltecida por su llamarada vertical apacible, es tomada con frenesí
mientras avanza unos pasos con la vela.
Se adentra en la profundidad de la habitación para coger el único rastro de una
realidad perfecta, así con una mano sujeta a la vela mientras que la otra sostiene
firmemente a su atesorada reliquia, se dirige maldiciendo entre dientes a la
silla mecedora (único mueble del lugar cuya principal distinción es su inmovilidad
en el tiempo y espacio). Cansado Toma asiento; al culminar dicho acto arroja un
suspiro pesado y caliente. En ningún momento dejó de sujetar a la pintura o a
la vela. Contempla a la pintura con melancolía, recita casi en silencio
palabras de esperanza y despedida. Pasa sus manos por cada superficie y
pincelada la acaricia con un nivel de respeto formidable. Un silencio breve
cubre la habitación, el cuadro y la vela caen súbitamente al piso… ocurre un
efímero momento, solo ello.