Como he dicho antes, hablar de fotografía es hablar de
tiempo y su ausencia, pues el área que le corresponde a una imagen representa
una comunión entre luz, intención, habilidad técnica, proporción visual,
paciencia y en algunos casos… Suerte.
El día 1 de abril recorría en el auto una avenida transitada, mi padre era
escolta y pasamos junto a un circo instalado a las orillas de la ciudad, rumbo
al oriente. Recién había adquirido mi nueva cámara y estaba deseoso de
estrenarla con los animales que en circo había. Un calor no muy descarado pero
una atmósfera de sopor —creada por la muchedumbre ahí reunida—
recorrían el ambiente.
Dimos un par de vueltas para ver los animales, sus patrones de movimiento y un
breve análisis de luz para comenzar a “disparar”. Fotografiamos camellos,
chivos deprimentes, portentosos leones y hasta un enorme oso enjaulado. Las
condiciones de aquel sitio eran más del tipo paupérrimo que decorosas, pero
como fotógrafo tengo un código que me impide —de sobremanera— manipular la
naturaleza o circunstancias de la imagen a capturar.
Tras haber creído terminada la sesión
decidimos aproximarnos a los barrotes que delimitaban la jaula del elefante y
mirarlo, no había que ser tan exhaustivos
para notar que aquel animal de porte majestuoso la pasaba mal. A través
de una mirada sin esperanza se notaba un descomunal vacío, una estancia gris y
llana, que llenaba de miseria a cualquier persona empática. El gran taciturno
en pie miraba alrededor y lo único que quizá miraba eran sombras de niños eufóricos
acompañados de sus padres; acostumbrado a esta realidad no podía hacer mucho ya
que tenía los pies atados con cadenas inmensurables.
Decidí entonces hacerle unas tomas frontales
ya que la luz del ocaso le hacía un decoro perfecto en su lado derecho. Aquello
era un festín de texturas muy enriquecedoras para motivos de imagen, así se
tomó una docena de imágenes sin ningún problema, pero, en un instante la
conducta del elefante cambió radicalmente.
Sacudía más agresivamente la cabeza, las orejas aleteaban y la trompa se mecía
pendularmente, sus patas golpeaban sutil el piso. Extrañado, retiré el ojo del
visor de la cámara para ver que molestaba a la bestia, se trataba del encargado
de jaula.
Fue realmente sorprendente mirar ese cambio de comportamiento tan instantáneo,
uno realmente no puede llegar a imaginar el tipo de situaciones que suceden
tras bambalinas para engendrar una incomodidad de semejante repercusión. Era
hasta cierto punto un duelo apático en el cual, el elefante —en su limitada
realidad— trataba de incomodar a este sujeto. Con su trompa recogía tierra del
árido suelo y la arrojaba en dirección a su guardia.
Mi papá y yo nos movimos un poco para evitar el polvo que el inmenso animal
levantaba, de un momento a otro el motivo (o sea el elefante), estaba a
contraluz, de esta manera se podía apreciar en alto contraste la elegante y
descomunal forma del paquidermo, sabía entonces que podía ser una toma
interesante, en un santiamén levanté mi cámara, coloqué la mirada detrás del
visor para capturar la imagen que posiblemente sea mi fotografía favorita por
muchos y diversos motivos.
La imagen en sí posee fuerza, proporción, dinámica,
entre muchos otros amuletos que los fotógrafos de buen ojo pueden nombrar o
considerar básicos para que una fotografía se considere digna de análisis. No
puedo culpar directamente al personal del circo por las condiciones en que
mantienen a sus animales, de hecho, con la serie de fotografías tomadas en
aquel día —la mayoría muy crueles—no pretendo si quiera exponer la vida de los
animales en el circo, así mismo, la intención no es y nunca lo ha sido brindar
un panorama general ante nadie.
Me enamora esta fotografía, ya que, como expliqué con anterioridad, cumple con
decoro ciertos campos técnicos y estéticos. Pero hay más detrás del adorno que
representa aquel dorado atardecer, me enamora más porque es cruda y bella a su
vez, el nervio del mensaje. Habla de un recuerdo triste. Un elefante miserable
que dejó de soñar; me encanta esta imagen por su transparencia al exhibir la
desesperación ante una vida arruinada, su fuerza descomunal incapaz, una inmensa
masa estática, humillada… engañada… atada a una realidad que le trasciende.
En ningún momento y bajo ninguna circunstancia aceptaré que esta imagen me hace
feliz o contagia de agradables reminiscencias, únicamente me limito a aceptarla
(de sobremanera) por su belleza que reposa —muy incómoda— en su dialecto
pueril.